Era una dura tarde en los talleres de Don Juan Pascual de Mena. Eran más allá de las siete, y Benito Ulla era el único ser vivo en el gran edificio lleno de humanos y animales de mármol, sin más alma que la que el propio Juan Pascual, antiguo Director General de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, ya retirado desde hace varios años.
Corría el invierno del año 1783, y el tiempo se había mostrado especialmente inclemente en los últimos días. Benito simbolizaba una de las más recientes incorporaciones al grupo de escultores de Mena, aunque él no era precisamente un joven aprendiz, sino que ya llevaba quince años de experiencia a sus espaldas, en talleres menores de Toledo y Alcalá de Henares.
Corría el invierno del año 1783, y el tiempo se había mostrado especialmente inclemente en los últimos días. Benito simbolizaba una de las más recientes incorporaciones al grupo de escultores de Mena, aunque él no era precisamente un joven aprendiz, sino que ya llevaba quince años de experiencia a sus espaldas, en talleres menores de Toledo y Alcalá de Henares.