"De verdad que lo siento, pero llegó el momento de matarte"
Estas fueron las últimas palabras que escuché, fundidas entre el incesante siseo del mag-lev y el estruendo del claxon de los aerocoches que se colaban a través de la abertura de mi ventanal de acristalamiento diamantino. Las luces de la sonda publicitaria del Casino Orbital iluminaban mi sala de estar en el momento en que mi asesino apretó el gatillo, e inhalé mis últimas bocanadas de aire mientras me llevaba las manos al pecho en un vano intento de tapar la herida. En mi reloj, las 2311 Hora Universal de la Tierra.
Ahora, cuando la vida se me escapa entre las manos y cae al suelo de mármol blanco de mi ático en la avenida John Quincy Adams de Nueva Washington, recuerdo. Visiones de la Ultima Guerra en la holovisión cuando tenía seis años, aquel verano en el campamento de refugiados terráqueos donde conocí a Sandy, la flor de mi alma... Nuestro crucero de luna de miel por las lunas de Saturno, el nacimiento del pequeño Paul... Grandes momentos que ya no tendrán la más mínima relevancia.
Mis rodillas tocan el suelo y mi espalda se dobla por el dolor, haciendo que la sangre se derrame cada vez más.